Me soñé parada frente a tu orilla.
Tus tibias aguas lavaban mis pies cansados de andar
por un camino atropellado, escabroso, incierto.
Y escuché mi nombre.
Escuché tu voz en el viento que peinaba las palmas.
Aquel mismo viento que pasaba suavemente su mano por mis cabellos.
Te soñé con los ojos cerrados,
mas con el alma abierta.
Me vi de rodillas
y sentí el vaivén de tus olas juguetonas.
Enterré mis manos en la arena.
Me aceptaste.
Tomaste entre tus manos las mías.
Sentí tu maternal beso
en el cálido sol que me alumbraba.
Me sentí completa.
Me sentí en casa.
Mi corazón se hizo uno con las olas,
con el viento,
con el sol.
Volví a escuchar mi nombre.
Un infinito de voces milenarias
se unieron para cantarme al oído una nana.
Volví a estar completa.
Volví a ser una.
Volví a ser Yo.
«He llegado, madre. He llegado».
Respiré profundo.
Se cerró el círculo.
Todo hizo sentido.
Desde lejos escuché otras voces,
otros ruidos.
El estrépito de un tren con rumbo a futuros inciertos;
la barahúnda del tráfico a la hora pico.
Entonces, sentí las manos heladas
contra una ventana que enmarcaba
la realidad dolorosa
de que estaba soñando contigo.
Los ojos se hicieron agua y espuma.
Y con las manos todavía contra la ventana murmuré:
«Espérame, madre. Espérame».
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